Lectura Martes, 11 de julio

Lectura Martes, 11 de julio

Querido peregrino,

Hoy, para alegría de muchos, habéis llegado a una tierra esperada desde hace muchos meses: Fuentealbilla. Espero que la llegada a la patria chica del barcelonismo haya acelerado vuestro paso, haciendo más liviano el dolor de las ampollas que seguro que alguno de vosotros ya debe tener.

Tras el proceso de maduración que te he ido relatando en los últimos días, llega una parte importante del relato de mi historia: el momento de la llamada. Aunque es cierto que, como habrás ido descubriendo, Dios tenía una misión preparada para mí desde antes de mi concepción, y me fue preparando poco a poco a través de la realidad concreta que vivía.

De hecho, ese gran día, que todavía recuerdo con todo lujo de detalles, empezó como cualquier otro. Salí muy pronto de casa, al amanecer, para apacentar el rebaño de mi suegro. Era un momento del día muy agradable, en el que paseaba largo rato por el desierto solo, con la única compañía de los animales. Eso me permitía, en el silencio, reflexionar, hacer examen de conciencia de cómo estaba viviendo mi vida.

Abstraído en mis pensamientos, había días en los que me adentraba en el desierto y llegaba hasta el Horeb, el monte de Dios. Ese fue uno de ellos. En un momento dado, me llamó la atención algo que estaba ardiendo a lo lejos y quise acercarme para ver qué pasaba. Cuando llegué, me sorprendí al observar que había una zarza prendida, pero que no se consumía.

Justo en aquel instante, una voz firme me llamó: “¡Moisés, Moisés!”. Quise preguntar quién me llamaba. Me respondió que me quitara las sandalias, porque el lugar en el que me encontraba era tierra sagrada. Obedecí al instante, expectante por saber quién se dirigía a mí con esas palabras. Me respondió: “Yo soy el Dios de tu padre, el dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Ante esa afirmación, no pude hacer menos que cubrirme el rostro, pues tuve miedo de contemplar al Señor.

Como te conté, mi vida de fe había dado un vuelco. Poco a poco había conseguido entrar en esa intimidad con mi Padre a través de la oración. En las pequeñas acciones del día a día, había ido discerniendo lo que me iba pidiendo, pero nunca se había dirigido a mí con esa fuerza y de esa manera tan directa.

Mas mi corazón anhelaba seguir escuchando, saber, ahora sí, claramente y de su propia voz, qué era lo que quería, para qué me llamaba. “He observado la opresión de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor por la dureza de sus opresores, y he comprendido sus sufrimientos. He bajado para librarlos del poder de Egipto y para hacerlos subir de ese país a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel. Así es, el clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto además la opresión a que los egipcios los someten. Ahora, pues, ve: yo te envío al faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto”.

¿De verdad el Señor estaba pidiéndome algo semejante? ¿Seguro que era a mí a quien se dirigía? ¿O quizás esperaba a alguien más aquel día en el Horeb? No, en realidad sabía que hablaba conmigo: me había llamado por mi nombre. Nadie antes se había dirigido a mí de modo tan directo, a la vez que tierno. ¡Y era Dios! ¡Llamándome por mi nombre! El faraón, el hombre más poderoso que había conocido, jamás habría actuado así con ninguno de sus súbditos. Dios, en cambio, había empezado su diálogo conmigo con un “¡Moisés, Moisés!”.

El Señor habla claro, nos llama a cada uno de nosotros por nuestro nombre, y espera pacientemente a que le respondamos. Del mismo modo, como os habréis percatado, habla en el silencio, en la soledad, en el recogimiento. Dudo mucho que un mensaje tan importante como el que me dio, hubiese podido escucharlo en medio del ruido del día a día y del ajetreo cotidiano.

Además, si te das cuenta, es Él el que siempre da el primer paso, el que toma la iniciativa. Nosotros, simplemente, tenemos que estar atentos a esa llamada, al momento justo en que se dirija a nosotros para corresponder: para escuchar lo que nos tiene que decir y aceptar lo que nos pide.

¿Tú estás atento a la llamada que Dios te hace cada día? ¿Procuras buscar esos momentos de recogimiento diarios para discernir la voz del Señor? Aprovecha mucho estos días para hacer silencio interior. La primera hora de silencio es un buen momento, por ejemplo, para ponerse en presencia de Dios. Sé que a veces puede apetecer más, cuando te encuentras con tu amigo en el camino y cruzáis una mirada, romper ese momento de silencio y poneros a hablar. Persiste, haz el esfuerzo; por tu bien y el suyo.

¿Tienes una verdadera vida de oración? ¿Has experimentado alguna vez esa llamada de Dios, que es Padre, y se dirige a ti de una manera personal? ¿Tratas a Dios con aquella cercanía y sencillez con la que Jesús se dirige a su padre en Getsemaní? ¿Dejas que Él, con su mirada, penetre tu corazón para irradiar esa luz que brota de su misericordia? Yo, en ese encuentro maravilloso en el Horeb, me di cuenta de la paternidad de Dios. Jamás, ni el faraón ni mis padres, Amram y Jocabed, se habían dirigido así a mí, con tanta ternura y profundidad.

Mañana te daré algún detalle más de ese maravilloso encuentro, de mi encuentro con el Señor, de ese diálogo que establecimos. Por ahora, disfruta del pueblo en el que hoy duermes, y a ver si hay suerte y encuentras a un tal Andrés…

Moisés

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