Lectura Domingo, 16 de julio
Querido peregrino,
Has superado ya las tres semanas de camino, ¡y todavía te mantienes en pie! Debes dar muchas gracias a Dios por superarte día a día e ir dando pasos hacia la meta propuesta. ¡Cuántas alegrías y buenos momentos llevas ya en tu corazón, pasado ya el ecuador de la peregrinación…! De la misma manera, ¡cuántos momentos duros se han presentado en la ruta, en los que parecía que no podías dar ni un paso más!
De hecho, si echas la vista atrás, te invito hoy a que pienses en el inicio verdadero de esta aventura: no el 26 de junio, cuando empezasteis a andar, sino la primera vez que el mossèn te planteó este plan de verano. Parecía una locura, y quizás es cierto que lo es. Pero ¡bendita locura! Cuánto bien te ha hecho y te hará, pues una peregrinación se asemeja muchísimo al camino de la vida: es larga, y a veces está llena de complicaciones y dificultades, pero cuando somos capaces de poner a Dios en el centro y como compañero de ruta, descubrimos que no necesitamos nada más.
Precisamente hoy, a razón de lo que te estoy contando, quisiera recuperar el tema de ayer, relacionado con las plagas que hubo en Egipto por la terquedad del faraón. Como te dije, no solo hubo una plaga, sino varias. De la misma manera, en nuestra sociedad hay, desgraciadamente, varias “plagas” que paralizan el corazón del hombre, que lo incapacitan para el amor. Una, como vimos ayer, es la imagen.
Otra, que yo mismo también viví en ese momento, es el materialismo. Uno de los principales motivos por los que el faraón se negaba a dejar libre al pueblo de Israel era, precisamente, su afán de poder, de poseer más que los demás y de estar por encima de ellos. En el momento en el que vio que, poco a poco, la natalidad de esta comunidad aumentaba y peligraba incluso su capacidad de control sobre ella, decidió, como recordarás, ordenar la muerte de los varones primogénitos del pueblo judío.
Por otro lado, ante la gran época de bonanza que vivía Egipto, en la que la tierra era tan fértil y daba mucho fruto, el faraón no podía prescindir de la mano de obra que representaba el pueblo hebreo, pues todo el fruto del cultivo significaba riqueza para él, poder ante los demás pueblos. Por este motivo, no concebía la posibilidad de quedarse sin sus esclavos judíos, que tan bien trabajaban.
De la misma manera que entonces, ahora también vivís en una sociedad que se mueve por el tener. Hoy vales según lo que tienes, según lo que aportas, según lo que ganas. Incluso, podríamos decir que se vive para trabajar, en vez de trabajar para vivir. Vivimos agarrados al dinero. Muchas veces nuestras decisiones no son libres, ya que el valor material de las cosas condicionan nuestra manera de comportarnos. No nos ruborizamos ante las grandes fortunas que amasan unos pocos y olvidamos que, a nuestro alrededor, hay mucha gente que pasa hambre. El mundo de la “opulencia y la riqueza” que vemos en los estamentos públicos o privados no nos ruborizan.
También nosotros vivimos, muchas veces, inmersos en este afán de poseer. Queremos tener el último modelo de iPhone, participar en aquel concierto del cantante de moda, gastamos desmesuradamente en el vestir, en las vacaciones y en infinidad de caprichos que no son del todo necesarios. Sí, el materialismo y el afán de riquezas son una nueva pandemia que paraliza el corazón y no nos deja ser libres. Cuando estamos demasiado centrados en el tener nuestra libertad de movimiento queda mermada y nos convertimos en prisioneros.
Esto era lo que precisamente inquietaba al faraón. Veía la sobriedad en la que vivía el pueblo de Israel y no acababa de comprender que, cuanto menos teníamos, más libres nos sentíamos (incluso a pesar de nuestra condición de esclavos) y más nos necesitábamos entre nosotros. La pobreza nos robustecía y generaba a una espiral solidaridad y de fraternidad entre nosotros. Cuanto más pobres éramos más confiábamos en Dios. Al faraón le carcomía por dentro. No era capaz de entender que cuanto más tienes más deseas y que, cuanto más deseas, menos libre eres. Eres prisionero de tus deseos.
El afán de riquezas era “una plaga” que incapacitaba al faraón para ver el gran tesoro que tenía. Cuanto más materialista sea tu corazón, menos serás capaz de ver el rostro del otro y menos sensibilidad tendrás para comprender sus necesidades.
A diferencia de lo que uno pueda pensar, cuando menos se tiene más feliz se es. Y, precisamente, estáis haciendo un muy buen ejercicio durante esta peregrinación, ya que os habéis desenganchado de todo aquello a lo que podíais estar apegados. Estáis viviendo solo con lo esencial. ¡Y todavía no se ha muerto nadie!
Es un buen momento para hacer examen de conciencia y preguntarte: ¿dónde tienes puesto tu corazón? ¿Qué es lo que te quita el sueño? ¿Tienes el deseo exagerado de poseer bienes materiales? ¿Son verdaderamente imprescindibles para vivir?
Debes saber que esta segunda plaga es tan peligrosa como la primera. Las dos van degradando nuestra propia imagen y, en muchas ocasiones, se convierten en la raíz de una baja autoestima, porque dejamos de valorarnos por lo que somos. Si para sentirme realizado necesito apoyarme en los bienes, opiniones, deseos que vienen de fuera, nunca seré capaz de amarme tal como soy, con mis virtudes y también con mis defectos. El tener más o menos no te hace mejor ni peor. Tu verdadera riqueza es ser lo que eres a los ojos de Dios.
Ya te dije días atrás lo que vales. Pero a veces nos olvidamos, no lo tenemos en cuenta, y caemos en considerar a las personas según su posición, según lo que tienen o lo que me pueden aportar. ¡Evita tener esa mirada hacia los demás! Y procura, también, valorarte de la misma manera, pues así, poco a poco, te irás dando cuenta de lo poco que necesitas para vivir y ser verdaderamente feliz.
Moisés