Lectura Jueves, 13 de julio
Querido peregrino,
Te encuentras, ya, en el corazón de la peregrinación. Has entrado en Castilla la Mancha. Su sobriedad y sus grandes llanuras me recuerdan el largo itinerario de mi vida. La vocación es a menudo algo que nos desborda, que sobrepasa nuestras fuerzas. En mi caso, me aterraba el solo hecho de pensar que debía presentarme ante el faraón, yo, que había sido acusado de homicidio y había tenido que huir de su presencia para salvar mi vida.
Mi regreso a Madián desde el Horeb supuso un tiempo de tranquilidad y discernimiento, pero ante la nueva misión que Dios me pedía, sentí miedo. ¿Cómo podía ser que alguien tan pequeño como yo, con tantos defectos y errores cargados a mi espalda, fuese digno de una labor tan grande? Lo que Dios me pedía era demasiado para mí. Recuerdo perfectamente las palabras que dirigí a Dios en el monte cuando me descubrió los planes que tenía para mí: “Señor, desde siempre he sido premioso de palabra, y aún ahora que has hablado con tu siervo, sigo siendo torpe de boca y de lengua [...] envía a otro, a quien quieras”. Siempre tenemos excusas para Él.
Seguir la vocación (cualquier vocación) es vivir de la fe, ya que nunca sabes lo que te deparará. Asumir la responsabilidad de encontrarme cara a cara con el faraón, ponerle voz a los “sin-voz”, condenar las injusticias y pedirle al faraón que dejara salir a mi pueblo… Solo de pensarlo, sentía un escalofrío dentro de mí.
Con todo, a lo largo de mi vida, había tenido pruebas fehacientes de que el Señor me acompañaba: salvar milagrosamente mi vida de las aguas del Nilo era un signo de su eterna misericordia. Sabía, pues, que debía confiar en Él y que, aunque la misión que me encomendaba Dios no era nada fácil, debía subir a la montaña a orar, para recobrar las fuerzas y poder barruntar lo que me esperaba. Era consciente de que solo no podía y que necesitaba de los demás. Por ello, me apoyé en mi hermano Aarón, para que viniera conmigo en presencia del faraón. El sabio consejo de Jetró, el apoyo incondicional de Séfora y el discernimiento de mi hermano Aarón me ayudaron a aceptar dicha responsabilidad.
Para aceptar, pues, la voluntad de Dios, Él espera nuestra correspondencia, que nosotros le digamos que sí. Lo único que debemos hacer es confiar y abandonarnos en sus brazos; no contamos solo con nuestras propias fuerzas, sino que, sobre todo, debemos contar con la Gracia. De la misma manera, María, ante las palabras del arcángel Gabriel, confió en Dios, y aun sin terminar de entender lo que supondría en ese instante aquel “sí”, no dudó y aceptó la voluntad del Padre, con humildad y abandono completo.
En este itinerario de búsqueda, ciertamente, hay muchos momentos en los que vemos con claridad la llamada. Y no es una sola. Dios nos llama cada día en los pequeños actos cotidianos. El solo hecho de recibir la Eucaristía, la Confesión y de saborear el gran don de la fe son grandes momentos en que, pese a ser imperceptibles a los ojos, nos predisponen y nos preparan para la gran respuesta a la llamada.
Aprovecha estos días para escuchar la suave brisa del amor y descubrir que Dios te llama en las cosas más cotidianas, sin manifestaciones excesivamente rimbombantes. Un consejo, un servicio, un atardecer, una sonrisa… deben ser descubiertas por ti, como me sucedió a mí en mi itinerario, como grandes llamadas a responder a la vocación.
Moisés