Lectura Jueves, 27 de julio
Querido peregrino,
¡Han llegado refuerzos! Ayer llegaron una veintena de peregrinos para completar las últimas etapas. El grupo pasa a ser de 85 miembros, que no está nada mal. Todos tienen que llegar: de cómo peregrines tú depende, también, la peregrinación de todos. ¡Debes dar muchas gracias por estar viviendo esta experiencia, aunque tus piernas ya no respondan!
Hoy te voy a explicar un momento muy importante de la historia del pueblo de Israel. Estábamos acampados a los pies del monte Sinaí, después de meses caminando bajo el sol. Un día, Dios me llamó, y me dijo que subiera a lo alto de la montaña. Subí acompañado de un joven llamado Josué, a quien irás conociendo en los próximos días. Aarón, para quien el Señor reservaba el honor de ser el primer Sumo Sacerdote de Israel, se quedó al mando del pueblo en el campamento.
Cuando llegué a lo alto del monte, una nube cubrió el Sinaí y me quedé allí cuarenta días con sus cuarenta noches. Josué se había quedado a esperarme a mitad de camino. Durante el tiempo que estuve en lo alto de la montaña, Dios me comunicó muchas cosas: me explicó cómo debíamos darle culto y cómo quería estar con nosotros en todo momento, pese a haberlo despreciado y olvidado tantas veces.
Aquellos cuarenta días en lo alto de la montaña sentarían las bases de la vida y el culto del pueblo de Israel. Dios, que nos había sacado de Egipto, quería ahora conformarnos como pueblo y como comunidad. Por ello, Él mismo nos dio las instrucciones acerca de cómo debían ser nuestra relación con Él y las relaciones entre nosotros. Fue, este, el momento en el que me entregó aquello que tantas veces habrás leído y memorizado: los diez mandamientos.
Las Tablas de la Ley contenían diez grandes mandatos que Dios nos hacía a los hombres. Él conoce mejor que nadie el interior de las personas. Nos creó y sabe cómo somos, pero, también, cómo debemos comportarnos para alcanzar nuestra plenitud como hombres. El Señor sabe cuáles son aquellos errores que nos impiden amarle a Él y a los demás. Por ello, Él mismo quiso dejar escrito cuál es el camino que debíamos seguir para alcanzar la felicidad. Y lo quiso dejar grabado en piedra, para que nunca se borrara ni se nos olvidara.
La Ley Moral, inscrita en las tablas, no es, por tanto, una normativa de Dios que nos coarta y nos impide hacer lo que queramos. Dios nos ama tanto que nos dio diez instrucciones para asegurar nuestra felicidad. Te animo a que hoy medites sobre los diez mandamientos: intenta descubrir en ellos, no tanto una serie de prohibiciones, sino la guía que Dios te quiere hacer descubrir para que alcances la felicidad.
La condición del pecado esclaviza al hombre, y no le permite vivir aquello para lo que de verdad ha sido creado. Dios no quiso, simplemente, liberarnos de la esclavitud de Egipto. Incluso entonces, el pueblo seguía siendo esclavo: esclavo de sus vicios y pasiones, de su egoísmo, de la envidia, de la sensualidad, de su soberbia… El hombre solo es verdaderamente libre cuando es aquello que está llamado a ser. Y ¿quién conoce mejor aquello que es el hombre y aquello a lo que está llamado que su propio Creador?
Por ello, Dios nos entregó la Ley Moral. Las palabras grabadas en la piedra no eran, sin embargo, más que la plasmación por escrito de una ley que Dios inscribe en el corazón de todo ser humano. No son, por tanto, imposiciones antinaturales, sino que reflejan los deseos más profundos de cada persona. De esta manera, esa serie de “NOs” que ves en las tablas de la Ley son, en realidad, un gran “SÍ”, una gran afirmación del hombre. Cuando se aceptan y se cumplen los mandamientos es cuando el hombre vive libremente, cuando vive aquella vida para la que ha sido creado.
Pregúntate hoy si vivir una vida auténticamente cristiana supone un peso para ti. ¿Los mandamientos te suponen una serie de normas e imposiciones que te impiden hacer aquello que deseas? Si es así, es que todavía no has descubierto el auténtico espíritu de la Ley de Dios. Siglos más tarde, Jesucristo nos enseñaría que la clave para vivir los mandamientos está en el amor. La Ley Moral no va de ponerse límites y reprimirse, sino de amar: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
Moisés