Lectura Jueves, 6 de julio
Querido peregrino
Ya estás en tu décima jornada de camino… ¡y todavía te tienes en pie! Has recorrido ya una cuarta parte de tu peregrinación y, poco a poco, el corazón se va encontrando con Dios y se prepara para un encuentro con la Iglesia.
Te he ido contando cómo fue mi nacimiento y mi maduración hasta la edad adulta. Mi vida transcurría entre el estudio, una vida familiar muy pobre, compromisos protocolarios y fiestas de todo tipo. Hoy te voy a contar algo que cambió radicalmente mi vida. Tenía 16 años. En Egipto ya era considerado adulto, pues la edad de la madurez empezaba a los 12 años. En aquella época falleció el faraón, y vino a sucederle su hermano. El nuevo monarca tenía mucha ambición, y aumentó la opresión al pueblo de Israel hasta extremos insoportables. Los sometía a trabajos extenuantes y les impuso impuestos tan elevados que a duras penas podían sobrevivir dignamente.
Con la muerte del faraón, pensé que las costumbres de palacio se relajarían, pero no fue así. Yo no sentía hacia él ninguna afinidad e, incluso, llegué a experimentar un cierto rechazo hacia él. La vida de la corte era asfixiante. El nuevo faraón tenía un carácter colérico. No eran pocos los gritos que se escuchaban, y sus colaboradores más inmediatos le tenían miedo. Mi madre, que era su sobrina, fue arrinconada, y no fueron pocos los desprecios que recibió. Como sabes, yo era de natural tímido y reservado, pero la nueva situación hizo que me encerrara más en mí mismo y en los pocos amigos que tenía.
Se había instalado en palacio una dinámica de desprecio hacia todo y hacia todos y, muy especialmente, hacia el pueblo de Israel. Yo siempre había contemplado sus duras condiciones de esclavitud desde el balcón de palacio, pero, ante el creciente ambiente hostil del faraón, mis salidas de la corte empezaron a hacerse cada vez más frecuentes.
Una noche, volvía yo a palacio a altas horas de la madrugada, después de haber pasado la noche divirtiéndome junto a algunos amigos y tratando de escapar del mal ambiente de palacio. En un momento dado, descubrí a un capataz del faraón maltratando a un esclavo hebreo en un solitario callejón. Lo había obligado a trabajar toda la noche y estaba extenuado, pero el egipcio le golpeaba una y otra vez para que no perdiera el ritmo de las tareas a las que lo tenía sometido.
Aquello me indignó profundamente. Yo conocía mi ascendencia hebrea y, aunque jamás me había juntado con ellos, sentía una cierta empatía hacia los judíos. Al ver que el maltrato del capataz hacia aquel esclavo proseguía y aumentaba, me encendí en cólera y, perdiendo el control, lo asesiné violentamente.
Tuve la suerte de que no había nadie más por allí. Nervioso, decidí enterrar el cadáver y esconder mi crimen. Mientras cavaba un agujero en el suelo, mi conciencia me fue descubriendo cómo me había dejado llevar por la ira y, en mi interior, empecé a ser consciente de que había cometido un error que podía cambiar el transcurso de mi vida. De hecho, así fue.
A lo largo de los días siguientes, comencé a sentir un profundo remordimiento. Se apoderó de mí una intensa sensación de miedo y de vergüenza. Mi conciencia me acusaba: pese a que intentaba justificarme pensando que había actuado en justicia, había atentado la vida de un hombre. Aún así, exteriormente, intenté comportarme como si no hubiera pasado nada, y seguí con mi vida.
Pero, pocos días después, presencié una discusión entre dos hebreos, y traté de mediar entre ellos. Cuando me acerqué a ellos, sin embargo, me recriminaron que me metiera en sus asuntos y, ante mi sorpresa, echaron en cara el asesinato que días antes había cometido.
Mi mundo se derrumbó en aquel momento. Al descubrir que alguien conocía mi delito, sentí una vergüenza terrible. Al llegar a palacio, fui incapaz de mirar a los ojos a mi madre. Sentía que todo el mundo conocía mi pecado y, aunque no fuera así, tarde o temprano todo se descubriría y se haría público. Así, esa misma noche huí de la casa del faraón, adentrándome en el desierto sin rumbo fijo, con la esperanza de llegar, tarde o temprano, a algún lugar donde nadie pudiera ni siquiera intuir el gran pecado que había cometido.
Muchas veces el mal se instala en nuestro corazón. Si llevamos una doble vida en la que prime la apariencia, jamás seremos capaces de expresar aquellas tendencias y sentimientos negativos que tenemos y que con tanta frecuencia nos avergüenzan. A Dios no le sorprende nuestro pecado. Es más, lo conoce, y no hay falta que no esté dispuesto a perdonar. A Dios no tienes que ganártelo; Él conoce mejor que tú tu propio corazón, y desea purificarlo de aquellos vicios y tendencias que, por vergüenza, quizás no te atrevas a descubrir a nadie.
Es muy importante que aprendas a ser transparente. Debes ser valiente y capaz de afrontar con coraje las consecuencias de tus actos. Una de las cosas que más me atormentó en mi vida fue mi falta de sinceridad. Mis constantes intentos por preservar mi buena imagen impidieron, con frecuencia, que pidiese ayuda cuando la necesitaba. Estaba tan centrado en mí mismo que solo me preocupaba lo que pudiesen pensar de mí, sin darme cuenta de que, tal vez, los demás me hubieran comprendido.
Querido peregrino, ¡abandona tu corazón en manos de Aquel que lo creó! Él quiere sanarlo, incluso aunque esconda el más grande y vergonzoso de los pecados. Por ello, no dejes de acudir con frecuencia al sacramento de la Confesión, con la seguridad de que es el mismo Cristo quien se hace presente en él.
Moisés