Lectura Lunes, 10 de julio

Lectura Lunes, 10 de julio

Querido peregrino,

Ya llevas quince días de largas etapas. Aun así, todo esfuerzo tiene su recompensa, y un balneario os espera para relajaros y recobrar fuerzas después del duro camino. Los pies, como también tu estómago —pues nos espera el mejor de los bufés, con una gran variedad de comida, más allá de nuestro apreciado pan Bimbo— agradecerán el destino en el que hoy os alojaréis.

Recuperando el hilo narrativo de ayer, en el que te contaba la relación tan especial que vivía en Madián con aquella buena familia, hoy te quisiera hablar de cómo, gracias a ellos, descubrí lo que es el amor. Los meses en la aldea iban pasando y, poco a poco, fui sintiéndome como un miembro más en casa. Jetró me trataba de la misma manera que lo hacía con sus hijas.

En aquel contexto, poco a poco, fui descubriendo la mirada que el patriarca de la casa tenía hacia las mujeres. Era muy distinta a la que yo había tenido a lo largo de mi vida. En mi estancia en Egipto, la mujer era vista como un objeto, como alguien con quien jugar. Las relaciones que se establecían, pues, eran superficiales e incluso frívolas. Yo mismo, por el hecho de ser hijo del faraón, era tratado por las mismas chicas por interés: ellas se acercaban a mí para sacar provecho de mi posición.

Muy al contrario, Jetró elevaba a sus hijas a una nueva dimensión, a través del trato y la mirada que tenía hacia ellas. El valor de la mujer, de la feminidad y de la familia eran algo prácticamente sagrado, algo que se debía cuidar como el mayor de los tesoros. Lo más bonito de todo era que esta manera de vivir era para ellos algo habitual, natural. No sabían la suerte que tenían al tener un padre como él.

Esta nueva mirada me cautivó desde el primer momento: yo también quería vivir de esta manera, quería ser tratado y tratar a los demás con la dignidad que cada uno tiene, independientemente de los bienes que posea, del estatus social del que provenga o de las cualidades que tenga. Las relaciones, pues, que se establecían entre las personas, eran mucho más profundas: se podía gozar de una buena conversación, se trataba al esclavo como al hijo; en definitiva, poseían una mirada hacia el otro sin distinciones. No importaba si esos momentos o esas personas aportaban algo específico, algo que se pudiera cuantificar, o no. Por tanto, mi nuevo anhelo fue vivir subiendo el listón hasta ahí, amar de esta manera. Ya no me conformaba con el trato superficial e interesado que había tenido con la gente hasta entonces.

Con esta nueva dimensión afectiva, empecé a fijarme en Séfora, una de las hijas del sacerdote. No obstante, tenía muy claro que si quería amarla de verdad, debía estar primero preparado. El matrimonio, como cualquier relación con otra persona, es algo muy grande, algo con lo que no se puede jugar. Y yo, a la luz de esta nueva manera de amar, no quería ni podía ofrecer menos que lo que su padre le había brindado a sus hijas hasta el momento.

Así, pues, el amor que estaba llamado a vivir junto a Séfora, no era ya fugaz, basado en lo que la otra persona me hacía sentir, o en lo que me pudiera aportar, sino que se apoyaba en el trato personal, en el descubrir y amar a la otra persona, no de un modo superficial y físico, sino mucho más profundo: nuestro deseo era el de compartir un proyecto juntos. Solo de esta manera fui capaz de descubrir la belleza interior de Séfora.

Creo que Jetró se percató de este cambio en mí, ya que poco a poco fue confiándome responsabilidades, hasta que, tiempo después, me atreví a pedirle el mayor de los regalos: a su hija. No sabéis el honor (a la vez que la responsabilidad) que fue recibir su sí. Él, de quien tanto había aprendido, me veía capaz de un amor tan grande, y me confiaba a su hija como un regalo divino. Y así fue como, poco después, lo preparamos todo y nos casamos.

Lo más importante, querido peregrino, de este momento dulce de mi vida no es tanto la historia de amor que viví con mi mujer, sino todo el camino a través del cual Dios me preparó para aprender a amar de verdad. Las relaciones, ya sean de pareja, como también de amistad, son algo muy serio, algo con lo que no se puede jugar. Es un buen momento para que analices tu relación con los demás. ¿Qué mirada tienes hacia el otro?

Yo, con el tiempo, fui cambiando esa mirada. No importa, pues, lo que hayas vivido. Dios, mediante su gracia, nos prepara y purifica nuestro corazón para que seamos capaces de un amor grande. Por tanto, todo es un camino que nos prepara para una futura relación matrimonial. ¿Vives tu relación con los demás como un regalo? ¿Cómo es la mirada que tienes hacia las personas del otro sexo? ¿Es una mirada profunda, o te quedas solo en lo superficial? ¿Eres capaz de ver en los demás el regalo que son, pese a que la primera impresión no te guste? Aprovecha estos días para llevar a la oración estas cuestiones.

Moisés

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