Lectura Lunes, 24 de julio
Querido peregrino,
¿Cómo va tu paso por Extremadura? No deja de admirarme veros caminar cruzando la península de un extremo al otro. Estáis dando un hermoso testimonio cristiano allá por donde pasáis, y estoy seguro de que Dios se servirá de él para tocar más de un corazón entre toda la gente que os ha visto peregrinar. No te olvides de rezar por todas aquellas personas que os han ido acogiendo estos días, especialmente por las parroquias y los sacerdotes que te has ido encontrando en el camino.
En los últimos días, te he estado contando las dificultades que nos encontramos tras nuestra entrada en el desierto. Se le añadió, a los contratiempos relativos a las duras condiciones físicas de nuestra ruta, una crisis espiritual generalizada. La euforia de los primeros días de camino había desaparecido. Muchos tenían la sensación de que el Señor nos había sacado al desierto para abandonarnos allí. Murmuraban entre ellos, y se preguntaban dónde estaba el Dios de los grandes prodigios, o la tierra que nos había prometido.
Sin embargo, si los israelitas habían dejado de percibir la presencia de Dios, no se debía a que el Señor nos había dejado. El enfriamiento espiritual del pueblo había provocado que muchos se relajaran o abandonaran sus costumbres de oración. Pero es, precisamente, la oración, la que nos permite descubrir la presencia de Dios en nuestra vida diaria y mirar la realidad desde una perspectiva sobrenatural. Cuando vivas momentos de aridez, querido peregrino, no dejes nunca de ponerte ante el Señor. Incluso cuando no sientas nada en la oración, Él está allí. Tu oración debe ser un gran acto de amor, en el que no se esperan respuesta ni compensaciones.
Volviendo al relato, llegó el día en el que nuestras provisiones empezaron a escasear. El ganado que habíamos sacado de Egipto se había ido reduciendo a lo largo de los meses de camino, y el desierto, a duras penas, nos proporcionaba algo con lo que poder alimentar a todo un pueblo. La situación era dramática, y las murmuraciones y quejas de los israelitas contra Dios se hicieron cada vez más enérgicas. Muchos propusieron volver a Egipto: preferían ser esclavos con algo que llevarse a la boca que seguir adelante persiguiendo una libertad que, cada vez más, parecía una quimera.
Pero, como te he dicho antes, el Señor no nos había abandonado, ni siquiera cuando la necesidad del pueblo empezó a generar una gran rebelión contra Él. La lógica de Dios no es la lógica de los hombres, y al pecado siempre responde con misericordia. Una mañana, al despertarnos, descubrimos el campamento cubierto de una capa blanca, como si fuera escarcha. ¡Dios había hecho llover pan del cielo! Maravillados, a la vez que agradecidos, recogimos aquel alimento que el Señor nos regalaba, y que desde aquel día sería llamado “maná” entre los hebreos.
Todos los miembros del pueblo quedaron saciados aquel día. Pero cuando nos dispusimos a almacenar todo el “maná” que había sobrado, Dios nos hizo saber que cada mañana haría llover este alimento del cielo. Debíamos confiar en Él y no recoger más de lo que necesitaba cada familia para pasar un día entero. Pero ¡qué malas compañeras son la codicia y la desconfianza! Algunos de entre el pueblo recogieron clandestinamente más de lo que precisaban, y lo guardaron en secreto para el día siguiente. Por la mañana, sin embargo, descubrieron que todo el “maná” que habían almacenado se había podrido.
Querido peregrino, el Señor no se arrepiente nunca de sus promesas. Cuando nos sacó de Egipto y nos introdujo en el desierto, se comprometió a cuidar de nosotros hasta llegar a la tierra prometida. Dios no nos abandona nunca, ni siquiera frente a nuestras infidelidades. Él cuida providencialmente de cada uno de nosotros, como un padre cuida de su hijo. Tú solo debes confiar en Él y entregarle toda tu vida. Pero ¡entrégasela entera! No te reserves nada para ti, porque, lo que te guardes, tarde o temprano se pudrirá.
Confía en Dios y haz de su voluntad la tuya. Verás cómo, entonces, jamás te faltará lo necesario para seguir el camino que te tiene preparado. ¿Acaso no se nos da Cristo mismo cada día en la Eucaristía? ¿Qué más necesitamos? Él es el verdadero pan bajado del cielo, el alimento que sacia de un modo definitivo el hambre del hombre. Te animo a que estos días, cuando el sacerdote eleve la Sagrada Forma en la consagración, pienses qué mayor prueba puede haber de la fidelidad de Dios que la Eucaristía. Él está aquí, contigo, día tras día. ¿Qué debemos temer, entonces? ¿Qué nos puede quitar la paz?
Moisés