Lectura Martes, 1 de agosto
Querido peregrino,
Con la etapa de hoy superas ya la inmensa cifra de 1.200 km recorridos. Debes sentirte muy orgulloso de todo el camino que has recorrido ya: piensa en cada paso que has dado, ofrecido por una intención concreta… ¡Son muchas las personas a las que has ayudado a través de tu oración en estos días de peregrinación!
Hoy quisiera contarte un episodio trágico de mi vida, un día que siempre recordaré con tristeza. Nuestro largo camino por el desierto llegaba ya a su desenlace, pues estábamos entrando casi en la tierra prometida. Entonces el Señor Dios me hizo oír su palabra, y me dijo que la vida de mi hermano Aarón estaba llegando a su fin: «Pronto Aarón partirá de este mundo, de modo que no entrará en la tierra que les he dado a los israelitas. Porque vosotros dos no obedecisteis la orden que os di en la fuente de Meribá». El Señor nos hizo subir al monte Hor a Aarón, a su hijo Eleazar y a mí. Allí, en lo alto del monte, desde donde se veía el cielo más azul que en ningún sitio, desde donde casi se alcanzaba a ver la tierra tan esperada, nos despedimos de mi hermano.
Fue muy emocionante. Le quité las vestiduras sacerdotales, y se las puse a su hijo Eleazar. Oramos los tres muy intensamente. Aarón lloraba mucho por sus pecados, los que le impidieron entrar en la tierra tan querida. Y yo también lloraba. Entonces notamos el soplo del Señor Dios, que venía a llevarse a su sacerdote, al sacerdote de Israel. Así murió. De rodillas, orando y llorando por sus pecados. Eleazar y yo lo enterramos. Lo hicimos con una gran paz, con una alegría interior inexplicable. En el fondo de nuestro corazón sabíamos que el Señor le había perdonado, y que algún día volveríamos a ver su sonrisa tan franca, su mirada tan apacible.
Cuando bajamos los dos, Eleazar vestido con las vestiduras sacerdotales, no hizo falta decir nada. Todos comprendieron que Aarón había muerto, y todo el pueblo de Israel rompió a llorar, desde los más viejos a los más jóvenes; tanto los guerreros, como las madres y sus niños pequeños. Aarón había dejado en nosotros una marca profunda, y no podíamos sino quererle. Ciertamente, su vida estuvo llena de errores, como las vidas de todos. Él fue el principal responsable del becerro de oro, él dejó que sus hijos Nahab y Ebiú ofreciesen a Dios un fuego extraño que los acabó matando, él habló insolentemente en Meribá, junto conmigo, cuando el Señor hizo brotar agua de la roca. Sin embargo, era también el sacerdote de Israel, y ofrecía al Señor los sacrificios de todo el pueblo, él hacía posible que la presencia de Dios estuviese en medio de nuestro campamento.
En una misma persona, la de un sacerdote, se juntaban la grandeza y la miseria, la cercanía a Dios y el pecado personal. Por eso, querido peregrino, debes orar también cada día por vuestros sacerdotes, los sacerdotes de la nueva alianza. Son pecadores, como tú y como yo, pero deben ser santos. Pídele al Señor que conceda a su Iglesia muchos y santos sacerdotes. En la persona del sacerdote, se ofrecen cada día los sacrificios de todos los cristianos, en la Misa. A través de su palabra, Cristo se hace presente en medio de vuestro campamento, y se perdonan también vuestros pecados. Si los sacerdotes no son santos, como a veces le pasó a Aarón, podrían llevar al pueblo cristiano por caminos equivocados. Reza, reza mucho para que esto no ocurra, y ofrece algunos de tus kilómetros para que Dios conceda a su Iglesia muchos y santos sacerdotes.
Y aprovecha también tú para pedir perdón por tus pecados. Porque si Aarón fue perdonado, él que cometió pecados tan grandes, tú puedes tener la seguridad de que la misericordia de Dios siempre perdonará los tuyos, por muy grandes que sean. No descuides el sacramento de la Penitencia. Allí el Señor Dios acoge nuestras lágrimas de arrepentimiento, como acogió las de Aarón, y nos abraza con ternura.
Moisés