Lectura Martes, 25 de julio

Lectura Martes, 25 de julio

Querido peregrino,

En pocas etapas llegaremos a los 1.000 km caminando. Quizás eso te motiva. O, a lo mejor, no. Pero sí que es un buen momento para dar gracias por cada paso que has dado, por todos estos días y por toda la gente con la que estás compartiendo esta aventura. Cada vez va haciendo más calor y lo de dormir en el suelo tenía su gracia los primeros días…, pero ahora ya no tanta. Además, el suelo de Don Benito es más duro que el de los otros pueblos.

Ayer os explicaba el gran milagro del “maná”, que tuvo lugar en el desierto, muy cerca del monte Sinaí. Era un momento crítico para todo el pueblo de Israel, como también, estos pueden ser días críticos para ti. Pero como pudiste comprobar, Dios nunca abandona, ni siquiera cuando nuestra dureza de corazón hace que dudemos de su Providencia.

Tal vez, tú, igual que los israelitas, te hayas quejado por estar comiendo todo el día bocadillos de pan Bimbo, o porque el equipo de cena haya quemado el arroz más de una vez. Siempre encontraremos motivos para protestar y murmurar. El corazón del hombre vive corrompido por el pecado, que nos lleva a olvidarnos de los demás y a pensar solo en nosotros mismos. Pero el Señor quiere que vivamos nuestra verdadera condición, la de hijos de Dios. Nos enseña a ver la belleza, la bondad y la verdad en cada acción de las personas. Aunque dudemos de tantas cosas en esta peregrinación, estamos tratando de dejar de ser un poco menos nosotros mismos, para que solo Dios habite en nuestro interior.

Después de que Dios nos hubiese alimentado con el “maná”, sucedió que el pueblo tuvo sed. ¡Qué duro es, a veces, el corazón de los hombres! Después de que el Señor los hubiese alimentado con el pan del cielo, ¡volvían a murmurar y a rebelarse contra Él! ¿Acaso el milagro del maná no era prueba suficiente de que Dios cuidaba de nosotros?

Una mañana, muy temprano, me retiré a rezar, y le pregunté a Dios qué podía hacer para calmar los ánimos del pueblo. Dios me mandó que me acercara a una gran roca situada junto al campamento y la golpeara con la vara que Él mismo me había entregado en el Horeb. Cuando regresé al campamento, encontré los ánimos del pueblo más encendidos que nunca. Tenían sed, y clamaban contra Dios y contra mí por llevarlos a un desierto en el que iban a morir.

Ante la gran tensión que se estaba generando, las dudas también me asaltaron a mí. Me acerqué a la roca que Dios me había indicado pensando que, si el Señor no hacía brotar agua de ella, la confianza del pueblo se esfumaría por completo y, con ella, nuestro proyecto de seguir caminando hacia la tierra prometida. Con el corazón encogido y vacilante, me acerqué a la roca y la golpeé con el bastón. Sin embargo, al instante, el miedo que se había apoderado de mí me llevó a golpear rápidamente por segunda vez aquella piedra, como si no confiara en que Dios fuese a cumplir su palabra.

Fue un gesto momentáneo y aparentemente trivial, pero detrás de él, se escondían mis dudas de fe, unas dudas que, después de todo lo que el Señor había hecho conmigo, resultaban del todo injustificadas. Pese a ello, la roca se abrió, y de ella comenzó a brotar agua en abundancia, la suficiente para saciar la sed de todo el pueblo de Israel. ¡Dios, nuevamente, nos mostraba su amor y su predilección cuidando de nosotros!

Sin embargo, mis dudas y la rebelión del pueblo tuvieron consecuencias. Por haber vacilado, el Señor nos comunicó que mantendría su palabra de conducirnos hasta la tierra prometida, pero que ninguno de nuestra generación entraría en ella.

De todos modos, ¡no te asustes! Esto no significa que vayas a quedarte a las puertas de Lisboa. Sin embargo, nadie puede entrar en la tierra prometida con el corazón endurecido. Y, si a lo largo de estas jornadas, no vas abriendo día a día tu corazón al Señor, tal vez llegues físicamente a Lisboa, pero no estarás entrando verdaderamente en el lugar que Él te ha prometido, que no es otro que su Corazón.

Querido peregrino, Dios siempre es el primero en tendernos la mano. Somos nosotros los que debemos responder y acoger lo que nos quiere dar. Pero cuenta con nuestra ilusión y nuestra colaboración, que empieza por la confianza en Él en todo momento. ¿De qué te sirve quejarte, murmurar y criticar? ¿No ves que, en el fondo, es un reflejo de tu falta de confianza en Dios y de amor por la realidad que Él te ha regalado? Abandónate en sus brazos, que Él sabe mejor que tú lo que necesitas, y siempre te lo dará.

Puedes vivir las etapas que te quedan para llegar a Lisboa como el pueblo hebreo, quejándote continuamente. Pero, también, puedes tener tu mirada y confianza puestas en Dios. Si lo haces, verás cómo cambia tu visión de la realidad y disfrutas más de esta peregrinación. Vive cada día, cada kilómetro, cada paso, ofreciéndoselo a Dios por tanta gente que necesita de nuestra oración, y pidiéndole que no te deje caer en esa crítica que siempre oscurece tu camino.

Moisés

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