Lectura Martes, 27 de junio
Querido peregrino,
Hoy has hecho una etapa donde has subido a la montaña, una de las pocas que te encontrarás en tu ruta a Lisboa. Has pasado las costas de Garraf. Eso me recuerda la llamada que Dios me hizo en mi juventud y en las veces que subía a la montaña para recogerme en oración y hablar con Él. No me resultará difícil explicarte tantas aventuras y desventuras que he vivido a lo largo de mi vida. Mi vida está llena de vicisitudes. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que Dios me llamó para hacer de mi vida una misión muy concreta: sacar a mi pueblo de la esclavitud y llevarlo a la libertad. Pese a que no pude entrar en la tierra prometida, cumplí mi misión.
El pueblo de Israel se instaló en Egipto después de que José fuese vendido como esclavo por sus hermanos a unos mercaderes egipcios. José fue el penúltimo de los doce hijos que tuvieron Jacob y Raquel, de los cuales nacieron las doce tribus de Israel. Sus hermanos le tenían envidia y quisieron hacerlo desaparecer vendiéndolo como esclavo. Sin embargo, al llegar a Egipto —y tras ser acusado injustamente de adulterio—, José prosperó y llegó a convertirse en administrador de los bienes del faraón.
Cuando una gran sequía azotó las tierras de Canaán, los hijos de Jacob (Israel) fueron enviados a Egipto para abastecerse del grano que se cosechaba en Egipto e intentar paliar la hambruna que sufrían. Al presentarse en palacio para negociar, los hijos de Jacob encontraron a su hermano José como administrador y hombre de confianza del faraón. Y aunque años atrás, lo habían vendido como esclavo, José se compadeció de ellos, los perdonó y pudo encontrarse nuevamente con su padre Jacob. Tras este reencuentro, el faraón animó a la familia de José a instalarse en Egipto, donde había abundantes pastos y tierras fértiles. Este fue el modo en el que mi pueblo llegó a Egipto, iniciándose, así, una larga época de bonanza para las siguientes generaciones de Israel que, bajo la autoridad del faraón, convivieron con los egipcios en hermosa armonía hasta la muerte de Jacob y José.
Cuando reconstruyo la historia de mis antepasados, me doy cuenta de que hay grandes similitudes con la mía y con la tuya. Querido peregrino, Dios escribe nuestra historia personal. Todos tenemos una vocación, un camino, una ruta. Esto es lo que debemos descubrir a lo largo de estos días. El pueblo de Israel se instaló en Egipto a causa de la maldad de los hermanos de José. El Señor, sin embargo, bendijo copiosamente a José, que se convirtió en salvador de su pueblo. También yo, fruto de acción de Dios —te contaré mi historia a lo largo de estos días—, me convertí años más tarde en liberador del pueblo de Israel.
Ahora que inicias tu ruta, debes preguntarte: ¿por qué estás en esta peregrinación? ¿Qué sentido encuentras a tu vida? Con el paso de los años, he descubierto que mi historia personal está íntimamente unida a la historia de la salvación. Dios me amaba desde toda la eternidad y tenía para mí un proyecto de amor que superaba mis capacidades; un proyecto que se ha ido realizando, y no sin dificultades. Él lo tenía previsto desde siempre. Por eso, hoy te pido que pienses a lo largo del camino: ¿qué sentido tiene tu vida? ¿Por qué luchas? ¿Por qué te cansas? ¿Por qué te esfuerzas?
La vida adquiere plenitud en la medida en que encuentras un sentido a las cosas. Es el momento de hacerte preguntas. Nosotros no decidimos dónde nacemos ni cuándo morimos; ni siquiera las circunstancias en la que se desenvolverá nuestra vida. A lo largo de estos días te contaré muchas cosas. Verás que, durante esta peregrinación, te vas a hacer infinidades de preguntas: ¿qué es lo que Dios tiene preparado para ti? ¿Cómo vas a llenar de felicidad tu vida? ¿Dónde está puesto tu corazón?
Son preguntas que nacen del corazón. Iremos reflexionando. Solo quiero decirte que Dios, en su infinita misericordia, me llamó a un proyecto grande a pesar de mis fragilidades. Y ¡créeme!, también tú estás llamado a algo así. ¡Descúbrelo!
Moisés