Lectura Miércoles, 12 de julio
Querido peregrino,
¡Has superado ya los primeros 500 kilómetros de la ruta, que se dice pronto! Las piernas ya funcionan solas y, aunque quizás hay algún momento de cansancio un poco más acentuado, tu cuerpo ha cogido la dinámica de caminar desde bien temprano sin rechistar.
Como te comentaba en la carta del día de ayer, hoy quisiera retomar esas palabras preciosas que Dios me dirigió en el monte Horeb. Él tenía una misión específica pensada para mí desde toda la eternidad: yo era quien debía liberar al pueblo de Israel de la esclavitud del faraón.
Lo que más me sorprendió de ese diálogo fue descubrir que Dios, mi Padre, con una infinita ternura hacia sus criaturas —y a diferencia de la imagen que en un inicio tenía de Él—, se preocupaba por su pueblo. El mismo Señor me dijo “He observado la opresión de mi pueblo, he escuchado su clamor, he comprendido sus sufrimientos”. Con sus propias palabras, Dios me hizo ver que no es ajeno al hombre, sino más bien al contrario: está pendiente en todo momento de nosotros, y sufre por y con nosotros.
Ante ese sufrimiento de mi pueblo, no podía permanecer indiferente. Y por ese motivo específico, Él me llamaba; me necesitaba. Hoy, de la misma manera que en ese momento, también hay mucho sufrimiento en el mundo: muchos hermanos nuestros tienen grandes preocupaciones, existen verdaderos dramas. El Padre, ante esto, quiere actuar, y nos necesita a nosotros.
Con los años, he llegado a comprender que todo lo vivido anteriormente era una preparación para mi misión. Dios me ha ido hablando a través de los acontecimientos de mi vida, ha ido preparando mi corazón para este momento. El sufrimiento de mi pueblo me animó a discernir lo que Dios esperaba de mí.
Esta nueva llamada hizo tambalear nuevamente mi vida: yo era muy feliz en mi nueva situación, casado con Séfora y en el seno de una familia, la de Jetró, en la que había descubierto un verdadero hogar. Pero los planes de Dios me exigían salir de mi comodidad y abandonarme con confianza a su voluntad.
Dios me llamaba a liderar a mi pueblo, como había llamado a Abraham, nuestro padre en la fe, siglos atrás. Debía, pues, preparar mi corazón para lo que tenía que venir. La misión recibida no era simplemente sacar a Israel de Egipto, sino redescubrir nuevamente a mi pueblo el rostro de Dios, el único que nos libera. El culto que Dios quiere es que hagamos las cosas por amor hacia Él y a los hermanos.
Querido peregrino, te encuentras en la etapa más bonita de tu vida: un momento de cambios y un tiempo propicio para plantearte muchas cosas y tomar decisiones. Pero, sobre todo, estás en el momento de estar muy atento a lo que Dios quiere, a escuchar y discernir cuál es el proyecto que ha pensado para ti. ¿De qué manera quiere actuar Dios a través de ti en el mundo? Este discernimiento es la vocación, que es única para cada uno de nosotros. La voluntad de Dios y tu felicidad son una misma cosa. A ti, como a mí, nos llama a una misión concreta. Nuestra historia personal, marcada por nuestro pasado, nos proyecta hacia un futuro. Discernir lo que Dios quiere es observar lo que tengo alrededor, escuchar la voz de Dios y de los hermanos y comprender lo que Dios espera de mí.
Aprovecha, pues, estos días para proyectar tu futuro. Nada es casual. Dios te llama a ti, como me llamó a mí, en un momento importante de mi vida. ¡Escúchale!
Moisés