Lectura Miércoles, 28 de junio
Querido peregrino,
¿Cómo van esas primeras jornadas de camino? ¡Ya estás en la tercera etapa! Hoy has llegado a Altafulla y los kilómetros, poco a poco, se van acumulando. Te pediría, por el bien de todos y el tuyo, que aproveches mucho el descanso: esto acaba de empezar y queda mucho por hacer.
Cuando los hebreos nos instalamos en Egipto, aproximadamente en el año 2.016 a.C., lo hicimos huyendo de la hambruna que asoló la tierra de Canaán. Allí, las cosechas eran abundantes, pues no dependíamos de las lluvias, sino de las crecidas del Nilo. Gracias a la intercesión de José, vivimos años de mucha bonanza. En Egipto había pastos abundantes para nuestro ganado y la tierra era fértil para labrarla y cultivarla.
Al ser nómadas, no teníamos una estructura política: vivíamos en tribus y nuestra organización era la propia de una sociedad de clanes familiares. El amor mutuo hizo que creciéramos y nos hiciéramos fuertes. Yahvé estaba con nosotros. Éramos muy religiosos y sentíamos Su cercanía. Recordábamos y revivíamos las bendiciones que Dios había dado a Abrahán, y el modo en que se había compadecido de Él y cumplido sus promesas. Nosotros éramos su descendencia.
Fueron tiempos muy hermosos. Nuestra fe era fuerte y establecíamos lazos de comunión entre nosotros. Nos sentíamos un pueblo humilde, elegido por Dios. Éramos monoteístas, adoradores de un Dios único. El pueblo egipcio, en cambio, tenía múltiples divinidades. Cuando el faraón vio que nuestro pequeño pueblo crecía en número, se despertó en él una gran hostilidad hacia los hebreos. Inició una gran presión sobre nosotros y, finalmente, nos tomó como esclavos.
Los hebreos éramos modestos y trabajadores. Aunque no teníamos muchos bienes materiales, éramos felices y agradecidos a Yahvé por lo que teníamos. Los egipcios, por su parte, eran un pueblo rico y adinerado. El faraón era un exitoso gobernante, e incluso elevó su persona a la categoría de divinidad. Llevaba una vida de lujo y comodidades, y sus súbditos, a costa de esclavizar a nuestro pueblo, se acostumbraron a tenerlo todo sin esfuerzo alguno.
Así, comenzaron a ostentar su riqueza y poder frente a los hebreos, sometiéndolos poco a poco bajo su yugo. La situación empeoró cuando los egipcios, ante la necesidad de recursos para hacer mayor alarde de su poderío, impusieron a nuestro pueblo grandes impuestos y cargas, que hacían la vida cada vez más difícil.
Tras muchos años de bonanza, pues, una sombra de tormenta se cernió sobre nuestro pueblo. Los egipcios buscaban a toda costa mostrar su poderío con grandes construcciones a las otras civilizaciones, como si la riqueza fuera el fin último. Vivían con desenfreno gracias a la opresión que ejercían sobre los pueblos colindantes, con los que estaban en constantes batallas. Estaban vacíos, sin religiosidad. Todo era externo y, cuanto más tenían, más deseaban. Acabaron divinizando al faraón, tratándolo como a un dios más. Por nuestra parte, cuanto más trabajamos, más cargas nos imponían, hasta el punto que la vida junto a ellos se nos hizo insoportable. Aquellos años descubrí que, como el pueblo egipcio, cuando uno se diviniza a sí mismo, acaba esclavizando al prójimo.
Aprovecha estos días para analizar qué “dioses” tienes en tu corazón: ¿el Dios de Israel? ¿O “pequeños diosecillos” humanos como el poder, la riqueza, la imagen o el sentirse superior a los demás? Durante estos días de ruta, te darás cuenta de que la pobreza es, en realidad, una auténtica riqueza.
Que estos días te ayuden a centrar la mirada en lo que es realmente importante. Mañana te seguiré contando más cosas de nuestro pueblo.
Moisés