Lectura Sábado, 22 de julio
Querido peregrino,
¿Cómo ha ido la etapa de hoy? 35 km no han sido poca cosa. Debes estar extenuado... Has superado los 800 km, así que ya solo quedan poco más de 300 para llegar al destino. Tus compañeros de ruta ya son íntimos, ya que habéis vivido muchas cosas juntos y puede que apenas ya os queden temas de conversación.
Algo similar sucedió en el pueblo de Israel, ya en el desierto. Las jornadas se nos hacían largas y fatigosas. La ilusión inicial de la salida de Egipto quedó como un vago recuerdo. Pasaron las semanas y los meses. Fue una experiencia larga y en ocasiones profundamente rutinaria. Si bien es cierto que no faltaron momentos de turbación, ya que en ocasiones teníamos que enfrentarnos en batalla con algún pueblo colindante; la mayoría de veces, vivíamos sumergidos en la rutina.
Al principio, no nos faltaban motivos de alegría: la emoción de la nueva vida que se abría ante nosotros alimentaba nuestra ilusión. Pero poco a poco, sin darnos cuenta, fuimos cayendo en una especie de aburguesamiento y tibieza que hacía cada vez más pesado nuestro paso. Había desaparecido la fuerza de la ilusión, y el sufrimiento que habíamos experimentado bajo la tiranía del faraón se había borrado de nuestra memoria. La tensión había desaparecido y habíamos perdido el deseo de vivir con pasión nuestra libertad. Empezamos a vivir mediocremente e, incluso, muchos miembros del pueblo empezaron a pensar que, tal vez, hubiera sido mejor no salir de Egipto.
Nos sucedió como sucede en tu mundo. La gente pierde rápidamente la ilusión y se instala en vulgares seguridades y, de este modo, pierde la ambición. El desaliento y el desánimo se habían instalado en nuestros corazones. No teníamos ánimo, ni siquiera para servir a los demás. Nos faltaban ganas y fuerza en nuestra oración, ya que en ella no saboreábamos como esperábamos la presencia de Dios.
De este modo, caímos en una especie de conformismo espiritual. Vivíamos de las victorias pasadas, de lo que algún día hicimos para salir de la esclavitud del faraón. Aquellos acontecimientos eran un recuerdo, pero no tenían eco real en nuestra vida presente. Nos habíamos dormido en los laureles, acomodándonos en todo lo que en el pasado habíamos realizado. Pero, en el día a día, ya no hacíamos nada nuevo por el Señor.
Muchas veces me planteé cómo podíamos mantener el corazón despierto cuando las cosas no iban bien. La emoción de percibir la presencia amorosa y protectora de Dios hasta el paso del Mar Rojo había desaparecido. Pero la vida es muy larga, y el sentimiento no siempre nos acompaña. Es, entonces, cuando corremos el riesgo de caer en la tristeza y la apatía, fruto de no recordar ni percibir las maravillas que Dios ha realizado en nosotros. También Jesús debió pasar experiencias similares cuando estuvo cuarenta días en el desierto preparando su misión. Debieron ser, para Él, días largos y áridos, sin apenas sentimiento. Pero no creo que Cristo perdiera, por ello, su ardiente deseo de cumplir la voluntad del Padre.
La vida cristiana es un camino largo, como esta peregrinación. Hace semanas, al empezar tu ruta, te advertía de que iniciabas una carrera de fondo. Tal vez empezaste con una gran motivación, ilusionado por el reto que tenías delante. Sin embargo, también es posible que el paso de los días, la rutina, los dolores y el cansancio hayan hecho desaparecer todo tu empuje inicial. Muchas veces perdemos el brío y caemos en la tibieza y el conformismo, olvidando en manos de quién estamos, la vocación a la cual hemos sido llamados o la meta a la que nos dirigimos.
Es entonces cuando aparece la desgana, y cualquier pequeño acto se nos hace una montaña. Nos convertimos en personas pusilánimes, que viven solo para cumplir, y olvidamos que hemos sido llamados a grandes proyectos. Es, también, entonces, cuando aparece la queja, que es signo de que no estamos poniendo amor en aquello que hacemos.
En Egipto éramos esclavos del faraón. Ahora, en el desierto, éramos esclavos de nuestra mediocridad. Sin embargo, años más tarde, comprendí que Dios nos llevó allí para ir purificando nuestro corazón. Porque Dios nos solicitaba amor, y la calidad del amor no se mide por lo que sentimos, sino por nuestra disposición a cumplir la voluntad de aquel al que amamos, incluso cuando el corazón no acompaña de un modo manifiesto. Dios, al introducirnos en el desierto, quería enseñarnos a amarle y a vivir de cara a Él cuando las circunstancias externas parecían no acompañar.
Querido peregrino, no dejes que la tibieza se apodere de ti. Jesús se hizo verdadero Dios y verdadero hombre para enseñarnos el camino de la felicidad. Él pasó treinta años de su vida oculto en Nazaret, viviendo con intensidad hasta los detalles más cotidianos de su vida diaria.
Cristo sabía que su Padre lo contemplaba en todo momento. También ahora, Dios te mira a ti. En los grandes episodios de tu vida, pero también en tus desiertos. Su mirada constante debe hacerte comprender que incluso lo más trivial de tu vida tiene importancia a ojos de Dios. ¡Que su mirada te ayude a no perder la ilusión cuando el sentimiento desaparece! Él sigue allí, acompañándote en tu travesía por el desierto, incluso cuando no percibes su presencia. Si confías en Él y perseveras en estos momentos, acabarás descubriendo que es en estas largas épocas de cotidianidad donde se van fraguando los grandes proyectos que Dios espera realizar a través de ti. ¡Convierte la prosa diaria de tu vida en una bella poesía agradable a Dios!
Moisés