Lectura Viernes, 21 de julio
Querido peregrino,
Hoy has recorrido tu última etapa por las tierras de Castilla-La Mancha. Mañana, muy de madrugada, entrarás en Extremadura, la última Comunidad Autónoma que os queda por atravesar antes de llegar a Portugal. Todavía queda mucho camino, pero, poco a poco, Lisboa se va divisando en el horizonte. Aprovecha esta nueva fase del camino para recordar todo lo que has vivido hasta ahora y meditar cómo, a lo largo de estas intensas semanas de ruta, Dios ha ido trabajando tu corazón para prepararlo para un encuentro con Él, con su Iglesia y con el Papa, que cada día están más cerca.
Para el día de hoy, quería proponerte que estés muy atento a la primera lectura de la Misa. Como habrás notado, desde hace algunos días, la liturgia nos está proponiendo la lectura de los acontecimientos que, a lo largo de las últimas semanas, te he estado narrando, y hoy nos presenta uno de los acontecimientos más importantes en la historia de mi pueblo: la institución de la Pascua.
Ayer te contaba cómo, tras la salida de Egipto, el prodigioso paso del Mar Rojo supuso el acontecimiento definitivo por el cual Dios nos liberó de la esclavitud del faraón. Este hecho milagroso, así como todo aquello que Dios realizó para sacarnos de Egipto, serían recordados, desde entonces, como la gran acción del Señor en favor de Israel, su pueblo escogido. Los acontecimientos del Éxodo supondrían para nosotros el núcleo central de nuestra fe y, hasta el día de hoy, han sido transmitidos, celebrados y recordados de generación en generación.
La Pascua es “el paso del Señor”, la gran fiesta judía con la que mi pueblo conmemoraría el paso de Dios por Egipto para liberarnos de la esclavitud, así como el prodigioso paso del Mar Rojo, en el cual el faraón sería derrotado definitivamente por el poder del Señor. Fue instituida por el propio Dios la noche en que Él mismo hirió a todos los primogénitos de Egipto; es decir, aquella en que el pueblo de Israel abandonó el país del faraón. Esa noche, diferente de todas las otras, ningún hebreo durmió, esperando la intervención decisiva de un Dios que también veló hasta el amanecer para asegurar y custodiar nuestra salida de Egipto.
La gran acción liberadora que Dios obró con nosotros no sería, sin embargo, sino imagen de la intervención salvadora definitiva de Dios, una preparación y anticipo del acontecimiento por el cual el Señor rescataría de un modo pleno al hombre de la esclavitud del pecado: el envío de su Hijo Jesucristo al mundo.
El Señor, pese a mi indignidad, me escogió y envió para liberar al pueblo hebreo de la opresión del faraón. Pero la verdadera esclavitud del ser humano es mucho más profunda, y solo el propio Dios podía romper las cadenas del pecado que sujetan al hombre. Por eso, Él mismo asumió la naturaleza humana, enviando a su Único Hijo al mundo para rescatar, ya no solo al pueblo de Israel, sino a todos los hombres.
De este modo, Cristo es la verdadera y definitiva Pascua, el paso decisivo y definitivo de Dios por el mundo. El paso de la esclavitud a la libertad de Israel no era sino un anuncio y preparación del paso de la muerte a la Vida que Jesús nos mereció con su Pasión, muerte y Resurrección. Del mismo modo que Dios abrió el Mar Rojo de par en par para liberarnos, Cristo, con su resurrección, abriría las puertas del Cielo a todo hombre, otorgándole, así, la posibilidad de llegar a ser verdadera y definitivamente libre en su encuentro con el Padre. Jesucristo es la auténtica y verdadera Pascua, el Cordero de Dios sacrificado por amor a los hombres, anunciado por aquel cordero sin tara que nosotros, los judíos, sacrificábamos en la cena de Pascua.
En Jesucristo, Dios ha pasado por el mundo de una vez para siempre. Todo aquello que obró para salvarte, lo sigue realizando hoy en el mundo a través de los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. La Misa es, así, la actualización de todo aquello que Jesús hizo para rescatarte de la muerte y del pecado. No es un simple recuerdo, sino que, en ella, se hace presente el único sacrificio por el cual el mismo Dios, hecho hombre, nos redimió de la esclavitud del pecado.
Querido peregrino, Dios ha pasado por la historia, como también pasa cada día por tu vida, a veces de la forma más sorprendente. Pasa por tu vida en el prójimo y en el hermano. Pasa por tu vida en tus cruces y sufrimientos. Pasa por tu vida en tu oración, o a través de la belleza de la Creación. Pero, ante todo, pasa de un modo especialmente intenso en la Eucaristía para hacer precisamente de tu vida, la suya.
¡No dejes escapar ninguna ocasión en la que Cristo pase por tu vida! ¡Aprovéchalas todas para encontrarte con Él! Y, sobre todo, no pierdas la oportunidad de descubrir cada día su paso en la Eucaristía. Allí, no solo lo hallarás siempre, sino que lo encontrarás dispuesto a unirse sacramentalmente contigo, del modo más íntimo y penetrante, para darte su propia vida, la vida de Dios.
Moisés