Lectura Viernes, 28 de julio
Querido peregrino,
Estás viviendo tus últimas horas en tierras españolas. Te encuentras a pocos kilómetros de la frontera de Portugal. Mañana, muy de madrugada, entrarás en el país que lleva tantos años esperando la llegada del Papa. En los próximos días, irás descubriendo la ilusión con la que el pueblo portugués ha preparado este encuentro. ¡Verás, también, con qué ganas nos esperan y nos acogen! Sé muy agradecido con ellos y no te olvides de llevarlos a tu oración.
Ayer te contaba cómo Dios me entregó en el monte Sinaí las tablas que contenían los mandamientos de la ley moral. Fue, este, un momento importantísimo para la historia de mi pueblo. El cumplimiento de los mandamientos debía convertirse en la respuesta de los hombres a todo aquello que Dios había hecho por nosotros. Dios nos había creado, escogido y liberado. Se había fijado en nosotros, el pueblo más humilde y pequeño de todos, y quería convertirnos en su posesión personal. Quería hacer con nosotros una “Alianza”, pero diferente de las alianzas que hacían los pueblos entre ellos o con sus ídolos.
La alianza de Dios con nosotros no era un contrato, ni un mero pacto entre dos partes. La alianza que Dios nos proponía implicaba una intimidad que superaba todas estas concepciones: implicaba, por parte de Dios, una extensión de los lazos de sangre más allá de la esfera del parentesco. Dios deseaba establecer una nueva relación con nosotros. Estábamos llamados a ser la nueva familia de Dios.
Dios no quería que cumpliéramos los mandamientos para obtener de Él protección frente a los demás pueblos. Él deseaba nuestro corazón, y los mandamientos eran el camino que concretaba esa entrega. Por eso, la fidelidad a los mandamientos sería, a partir de entonces, sinónimo de fidelidad a la Alianza, siempre y cuando su cumplimiento fuera manifestación de esa entrega personal a Dios.
La Alianza del Sinaí fue ratificada por un sacrificio, en el que el Señor me mandó inmolar un novillo y rociar con su sangre el altar y a todos los miembros del pueblo hebreo. Este gesto te puede parecer un poco extraño. Sin embargo, esta sangre era símbolo de que la Alianza implicaba la propia vida. Muchos siglos después, esta Alianza sería ratificada y renovada por Jesucristo, que murió en la cruz, también derramando su sangre, para resucitar y enviarnos su propio Espíritu Santo desde el Cielo. Con ello, nos unió a Él de tal manera que nos hizo a nosotros hijos de Dios. Dios establecería, así, una relación definitiva con el hombre, la relación más íntima que pueda existir.
Querido peregrino, por el bautismo, el mismo Dios vive en tu interior, y te ha introducido en su familia, que es la Iglesia. Esta es la gran Alianza que el Señor ha hecho contigo. Él nos ha dado su intimidad y espera de nosotros una respuesta, que solo puede ser de amor. No quiere una respuesta interesada o un mero cumplimiento. Quiere entrar en relación contigo, en alianza de amor. Es impresionante saber que la comunión de amor con cada uno de nosotros es la única razón por la que Dios se hizo hombre, derramó su Sangre y murió; y es la primera razón por la que creó el mundo.
Ese mismo amor es el que ha de movernos a vivir como hijos de la Nueva Alianza, que da plenitud a la alianza que Dios quiso establecer con nosotros en el Sinaí al entregarnos los mandamientos, que fueron escritos por Dios mismo sobre la roca. Por el bautismo, Dios ha querido inscribir su ley en nuestros corazones, para que no haya ya sombra o duda sobre el significado y finalidad de los mandamientos. Ayer te preguntaba si tu vida cristiana es movida por el amor o por la obligación, por el interés o por la gratuidad… No obstante, esta pregunta, no la podrás responder si antes no adviertes la grandeza de ser hijo e hija de Dios por el bautismo. Dios es nuestro Padre y este es el núcleo de la piedad y de la fortaleza, el saber que Dios mismo, como dijo al profeta Oseas, nos dice: “era yo quien te había criado, tomándote en mis brazos; y no reconociste que era yo quien te cuidaba. Con lazos humanos te atraje, con vínculos de amor. Fui para ti como quien alza un niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia ti para darte de comer”. Ser hijo de Dios exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.
Moisés