Lectura Viernes, 30 de junio

Lectura Viernes, 30 de junio

Querido peregrino,

Estás ya en la quinta jornada de camino. Llevas bajo tus espaldas más de ciento sesenta kilómetros, y empiezas a notar cómo el cuerpo se acostumbra a la realidad del peregrino.

Afortunadamente, nos vamos adaptando a lo que va a ser nuestra vida durante las próximas semanas, con sus bondades y sus contrariedades. Seguro que ya has pasado algunos momentos críticos. Quizá, en tu corazón, has derramado alguna lágrima.

Mi madre también derramó lágrimas silenciosas mientras se acercaba el momento de mi alumbramiento. Ayer te conté la complicada situación en la que se encontró: me llevó en su seno sabiendo que, seguramente, yo iba a ser asesinado nada más nacer. Eso le generó un gran dolor. El corazón de una madre, aunque los hijos no nos demos cuenta, sufre desde el primer momento en que descubren que nos llevan en su vientre.

Como ella, a lo largo de tu vida derramarás, en ocasiones, lágrimas silenciosas, fruto de situaciones ocultas en el corazón que te hacen sufrir. Mi madre era consciente de la posibilidad de llevar en su seno a un niño y que, por tanto, debería entregarlo para ser asesinado nada más nacer. Pero, a pesar de ello, no se desanimó. Descubrió que mi vida (y cualquier vida) era un regalo, y que debía custodiarla y amarla, aunque su estancia en la tierra fuese tan breve.

En el parto, mi madre fue asistida por unas comadronas egipcias que, temerosas de Dios, ocultaron mi nacimiento. Cuando el faraón se enteró de que algunos varones seguían con vida después de nacer, preguntó a las parteras: «¿Por qué habéis hecho esto y dejáis con vida a los niños?» Las parteras respondieron al faraón: «Es que las hebreas no son como las egipcias. Son más robustas, y antes que llegue la partera, ya han dado a luz.» Por ello, Dios favoreció a las parteras.

Es evidente que podemos encontrar una gran maldad en el mundo. Sin embargo, y aunque a veces lo parezca, el mal no tiene la última palabra. La bondad de corazón de aquellas mujeres egipcias que siguieron su recta conciencia y ocultaron mi presencia al faraón se convirtió en la mano de la providencia para que yo siguiera con vida.

El nacimiento biológico me abrió, también, al nacimiento en la fe. La clara conciencia que tenía mi madre de la gran dignidad de la persona humana hizo que fuera incapaz de entregarme al faraón. Para el pueblo hebreo, el nacimiento de un hijo es el mayor regalo que Dios otorga a una familia. Conocer, al cabo de unos años, la actitud de mi madre, me ayudó a abrirme a la trascendencia.    

El bautismo nos introduce en la gran familia de los hijos de Dios: la Iglesia, que es pueblo de Dios. Igual que el pueblo hebreo al salir de Egipto, la Iglesia peregrina a lo largo de la historia hacia la tierra prometida. Como Israel, la Iglesia camina hacia Dios. Pídele estos días al Señor que descubras la grandeza de ser hijo suyo. En el bautismo se abren las fuentes de la libertad. Al ser hijos de Dios, descubrimos nuestra dignidad, incluso en medio de las dificultades de la vida. Es posible que hayas sufrido mucho, o que te sientas pequeño y descubras tu pecado. Pero, al recibir el Bautismo, nacemos a una vida nueva por la cual descubrimos el verdadero valor que tenemos: la vida en Cristo.

Aprovecha estos días para descubrir que tú también has nacido a Dios, incluso aunque, en el mundo contemporáneo, escuches voces que te digan que ni siquiera vale la pena nacer. Mañana te contaré mis primeros pasos para que veas que el nacimiento a Dios a través del bautismo nos abre a una nueva realidad. Si mi madre se hubiera llevado por parámetros humanos, yo no habría podido cumplir la misión que Dios me tenía preparada. Pero, gracias a su tesón y a la providencia divina, nací a la vida y a la fe, y me convertí en liberador de mi pueblo.

Moisés

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