Lectura Viernes, 4 de agosto

Lectura Viernes, 4 de agosto

Querido peregrino,

El día de hoy va a ser uno de los más emocionantes, ya no de esta peregrinación, ¡sino de tu vida entera, me atrevo a decir! Hoy entrarás en Lisboa, hoy pisarás la meta que persigues desde ese lejano 26 de junio en el que echaste a andar, confiado en el Señor. ¿Cómo te lo imaginas? ¿Qué emociones vas a experimentar? Tal vez rompas a llorar, invadido a partes iguales por el cansancio y la alegría de haberlo logrado. Tal vez levantes tu mirada al Cielo y des gracias a Dios por haberte sostenido con su fortaleza. Lo más probable es que te cueste creerlo... ¡pero será real! Dios no abandona, y Él nos da las fuerzas para perseverar en nuestro camino, cuando lo emprendemos a su servicio.

Tu llegada de hoy a Lisboa me hace pensar en el final de mi propia peregrinación, en la entrada del pueblo de Israel en la Tierra Prometida de Canaán. Tras cuarenta años —¡cuarenta!— de vagar por el desierto, de ver morir a nuestra gente, de pasar sed y hambre por momentos, de perder la fe y la esperanza… nuestro Dios nos concedió, al fin, su promesa. No puedo contarte aquí todos los detalles de nuestra entrada, pero te diré que fue tan grande y prodigiosa como la salida de Egipto. La mano de Dios se manifestó de maneras milagrosas, ¡hasta el río Jordán detuvo su curso y pudimos atravesar a pie el cauce, como hicimos en su día en el mar Rojo!

Tan evidente era el poder de Dios, que los diversos pueblos que habitaban Canaán se fueron dando cuenta, poco a poco, de que Él no era un ídolo ni una invención, sino el verdadero Dios con mayúscula. A todos esos pueblos tuvimos que enfrentarnos para poder habitar la tierra que Dios nos destinaba. Para vencer en las sucesivas batallas, insistí a los hijos de Israel en que teníamos que luchar todos juntos, las doce tribus unidas, sin pensar cada uno en satisfacer su ansias personales.

Esta misma unidad la podrás experimentar hoy tú en Lisboa, al entrar en contacto con los miles de jóvenes cristianos de todo el mundo. Verás muchos colores de piel, muchos estilos y modas; oirás idiomas que no comprenderás en absoluto, verás modos de rezar y de alabar a Dios distintos al tuyo. Pero, por debajo de esa multiplicidad, sentirás que corre el gran río de la unidad de la Iglesia: un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo. Todos ellos son tus hermanos, son hijos del mismo Padre. Todos se alimentan de los mismos Sacramentos; reciben en la Eucaristía el Cuerpo de Jesús y en la Penitencia su perdón misericordioso. Todos confían en la protección de nuestra Madre del Cielo. Y todos han venido aquí congregados por el mismo Santo Padre Francisco, el representante de Cristo en la Tierra.

¡Qué tesoro tan grande es la unidad de la Iglesia! Qué regalo es saber que, vayamos donde vayamos, aunque sea el lugar más recóndito del mundo, donde haya un católico, estaremos en familia; donde haya una iglesia, tendremos un hogar. Los lazos de nuestra fe son más fuertes que los de la sangre, porque, de hecho, llevamos la misma sangre en las venas: la de Jesús muerto en la Cruz y Resucitado.

Querido peregrino, ¡ama mucho a la Iglesia! Que no se te escape jamás una crítica o una burla hacia un hermano en la fe debido a pequeñas diferencias que puedas encontrar entre tus maneras de hacer y las suyas. Que los aspectos secundarios u opinables no te distancien nunca de los otros, que te preocupe tan solo la fidelidad a Jesucristo y a sus enseñanzas. Y si, por lo que sea, ves que un hermano se equivoca, que eso te lleve a rezar por él y a atraerlo con cariño hacia la Verdad (de la que tú eres un servidor, ¡no el dueño!).

Te pido también que pienses hoy en la gran multitud de hermanos que creen en Cristo, pero viven alejados de la Iglesia Católica, especialmente por razones históricas; esas divisiones en distintas iglesias que tanto dolor causan al corazón de Dios. Todos ellos son hermanos tuyos también; pídele al Padre que nos vayamos acercando y que lleguemos a ver un día la unidad de todos los cristianos.

Josué

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