Dónde empezó todo
PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA- DEL 29 DE JULIO AL 13 DE AGOSTO DE 2019
Para un peregrino, no hay ningún destino que pueda equipararse a Tierra Santa. Allí empezó todo. Es, este, el lugar escogido por Dios para hacerse presente en la historia; la tierra que contempló cómo, misteriosamente, la eternidad entraba en el tiempo; la pequeña y perdida región en la que el amor de Dios, hecho carne, penetró definitivamente en el mundo para dar un sentido nuevo a la vida de los hombres de todo tiempo y lugar.
El verano de 2019 fue el momento escogido para llevar a cabo esta peregrinación de peregrinaciones. Tras varios años de preparación logística e interior, un pequeño grupo formado por treinta peregrinos partimos en avión hacia Tierra Santa. Con ello, dábamos inicio a la primera parte de nuestro viaje, que consistió en realizar a pie el camino que separa Nazaret de la ciudad de Belén, realizando una ruta similar a la que pudiesen haber hecho José y María antes de dar a luz al Niño, o el propio Jesús en sus peregrinaciones hacia Jerusalén.
Atravesamos, así, de norte a sur, todo el territorio de Palestina a lo largo de cinco etapas, siendo acogidos en cada jornada por la generosísima hospitalidad de las pequeñas comunidades cristianas árabes que todavía subsisten en esta tierra tan castigada. En ellas pudimos descubrir esa fe profunda, inquebrantable y sorprendentemente alegre que tanto caracteriza a los cristianos que viven su credo en circunstancias adversas, y que, de un modo tan punzante, interpela a nuestro frecuentemente tibio seguimiento de Cristo en condiciones más favorables.
Esta primera parte de la peregrinación nos brindó regalos como la posibilidad de visitar el pozo de Sicar, marco de la hermosa página del evangelio que recoge el encuentro entre Jesús y la samaritana. Situado en la ciudad de Nablus, es este un lugar poco visitado debido a la necesidad de cruzar la frontera entre Israel y Palestina para acceder a él. Especialmente emocionante fue, también, la celebración de la eucaristía en un parque de la pequeña población de Duma, situada en el corazón de una región que comprende varios kilómetros a la redonda sin ningún tipo de presencia cristiana. Celebrar allí la misa (seguramente la primera eucaristía en décadas en esa zona) fue, de algún modo, como devolver a Cristo a su tierra. Ese día, aquel pequeño y perdido parque se convirtió en un inflamado corazón que latía de amor en medio del desierto.
Sin embargo, si hubo un momento que quedaría grabado en el corazón de cada uno de los integrantes de la peregrinación, ese fue el de nuestra entrada en Jerusalén en la última etapa de la ruta. Llegamos muy de mañana, tras haber empezado a caminar en plena noche. Con una emoción profunda y contenida, nos dirigimos a través de sus calles -en aquellas horas, bellamente desiertas y silenciosas- hasta la Basílica del Santo Sepulcro. Con la iglesia prácticamente vacía, nos dirigimos al Calvario, donde el tiempo pareció detenerse a lo largo de la conmovedora e íntima hora de oración que vivimos a los pies de la Cruz de Cristo.
Con el corazón renovado después de la parada en Jerusalén, continuamos nuestra ruta hasta Belén. Allí nos encontramos con los padres y familias de los peregrinos, recién aterrizados para iniciar, junto a nosotros, la segunda parte del viaje: una semana de visita a los principales lugares santos de la tierra del Señor. La lista de recuerdos es inagotable: desde la visita a la gruta de Belén hasta la entrada en el Santo Sepulcro, pasando por la celebración de la eucaristía en el Calvario y en la Anunciación de Nazaret, el sobrecogedor via crucis por las calles de Jerusalén, la emocionante hora de adoración en la Basílica de las Naciones en Getsemaní, la renovación de las promesas bautismales junto al Jordán, la travesía en barca por las aguas del mar de Galilea, la subida al monte Tabor…
Es difícil poner palabras a todo lo que vivimos a lo largo de esos días. El misterio de Dios y del hombre se hacen presentes de un modo especialmente intenso en cada rincón de Tierra Santa. Desde el momento en que, por la ventana del autocar que nos condujo el primer día desde el aeropuerto de Tel-Aviv a Nazaret, divisamos a lo lejos la basílica de la Anunciación erigiéndose iluminada en medio de la noche, el misterio de la Encarnación de Cristo irrumpió enérgicamente en nuestra peregrinación para acompañarnos a lo largo de todos esos días. Todo, en Tierra Santa, remite a este asombroso e inmerecido intercambio por el cual Dios se hizo como nosotros para que nosotros pudiésemos ser como Él. Así lo vivimos todos cuantos participamos en esta peregrinación, que experimentamos cómo este misterio se presentaba continuamente ante nuestros ojos a cada paso que dábamos en esta tierra santificada por la presencia del Señor, para penetrar en nuestro corazón y dejarlo profundamente sobrecogido.
JOAN X.