Todos unidos en la gran familia de la Iglesia
PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA- DEL 29 DE JULIO AL 13 DE AGOSTO DE 2019
Cuando Mn. Ferran nos comentó que pretendía que peregrináramos por Tierra Santa, a muchos nos invadió una ilusión que no podíamos contener. El hecho de poder visitar la tierra de nuestro Señor siguiendo los pasos de su madre por el desierto palestino era una idea que nos sobrecogió y que, sin duda, quisimos llevar a la práctica desde el minuto cero. La preparación no fue sencilla, pero el esfuerzo de todos los peregrinos y la oración también de nuestros familiares y amigos hicieron posible el que seguro es para muchos el viaje de sus vidas.
Con los distintos controles de seguridad ya sorteados en el aeropuerto de Tel Aviv, un autobús nos llevó al convento de las hermanas de Nazareth, donde pasamos la primera noche y al día siguiente, acompañados de nuestro sherpa Pedro Judez, iniciamos un camino que nos debía llevar una semana después a Belén. A parte de Pedro, en este viaje íbamos bien acompañados: por un lado, nos acompañaba Mn. Pedro Narbón, ya que la peregrinación se hizo junto a su parroquia, Santa María del Mar de Palamós, y Simón, un católico palestino que nos hizo de coche escoba durante lo que duró nuestros pasos en Palestina, ya que no le era permitida la entrada en Israel. Era curioso ver como Simón, mientras los minaretes de la zona recitaban los rezos árabes desde sus altavoces, él rezaba el rosario poniéndolo en el coche a todo volumen alegando que, si ellos podían, él no iba a ser menos.
La ruta fue dura. El calor y la aridez del suelo palestino te abrasaba y al principio costó un poco que el grupo se adaptara las condiciones en las que caminamos. Algo que nos ayudó mucho a paliar este hecho fue la amabilidad del pueblo palestino. En cualquier lugar donde nos acogieron o si te veían andando por la calle muchos nos ofrecían agua, algo de comer o un lugar donde descansar. Era impresionante ver el cariño y la generosidad con que nos trataban aquellos que, en cierto modo, parecía que tenían menos pero que te lo daban todo, imitando las palabras de Cristo en el evangelio.
Recuerdo en este contexto con especial ilusión el día en que llegamos a Zababde, donde nos esperaba una piscina a medio llenar que, en las condiciones en las que nos encontrábamos en cuanto a cansancio, era mucho más que suficiente. Lo que lo hizo tan especial fue enterarnos más tarde que el hombre encargado del recinto en el que dormimos llevaba tres días llenando la piscina con el agua que le traía el camión cisterna ya que, al no haber agua corriente en palestina, la traían en camión y la utilizó toda exclusivamente para nuestro beneficio y disfrute, sin guardar prácticamente nada para él. Nos sentimos muy bien acogidos por el pueblo palestino durante los 140 km que duró nuestra peregrinación.
La llegada a Jerusalén fue otro de los momentos que más nos sobrecogió a todos. Tras días de larga travesía por fin avistamos más allá del muro la ciudad santa. Pasamos la frontera por un control militar y todavía algunos nos preguntamos como a Álvaro le dejaron pasar la navaja que lleva siempre consigo. Tras las murallas nos quedaba todavía un trecho, pero al mediodía llegamos, extenuados, pero más felices que nunca, al santo sepulcro, en el corazón del casco antiguo de Jerusalén. El silencio que reinaba en el habitáculo nos permitió acercarnos con la calma y la paz que necesitábamos tanto al agujero donde se depositó la cruz de Cristo como al santo sepulcro, lugares en los que rezamos un rato descansando en los brazos del Señor. Uno por uno, los peregrinos hacíamos cola para besar el agujero donde reposó el madero mientras Mn. Ferran nos decía cosas al oído a cada uno para meditarlas en oración personal.
Después de pasar un rato rezando, tuvimos algo de tiempo libre y fuimos a descansar, siendo conscientes de que todavía nos quedaba algo de camino hasta llegar a Belén. Un par de días después llegamos al lugar del nacimiento de nuestro Señor y terminaba nuestra ruta. Habíamos acompañado a la Virgen María desde su Nazareth natal hasta el lugar donde dio a luz al salvador del mundo. No nos olvidamos tampoco de San José durante nuestra caminata, que solía ser tema de conversación preguntándonos como debió vivir él esos momentos. En la gruta del nacimiento, hoy en día una basílica custodiada por los hermanos Franciscanos, celebramos la Santa Misa siguiendo las lecturas y oraciones propias de la misa del gallo, rememorando el nacimiento allí donde se produjo. Fue curioso al salir de misa encontrarnos con un sacerdote catalán que acompañaba a un grupo de brasileños por los lugares santos. Nos contó que era íntimo amigo de Monseñor Omella y que se escribían con relativa frecuencia por correo postal. Nos prometió que rezaría por nuestras intenciones y nos pidió que hiciéramos lo propio con las suyas mientras permaneciéramos en Tierra Santa.
Con nuestra ruta terminada, era el momento de recibir con cariño a nuestros padres, que llegarían a pasar con nosotros una semana de visitas, turismo y oración. Fuimos a recogerlos por sorpresa al aeropuerto de Tel Aviv y desde allí nos dirigimos de nuevo a Nazareth. Con ellos visitamos los principales lugares santos, hicimos el camino que recorrieron los discípulos de Emaús, coronamos el monte Tabor y tuvimos una preciosa vigilia de oración con gente de todo el mundo en el huerto de los olivos. Recuerdo que, en el silencio de la noche, mientras seguíamos a la muchedumbre detrás de la custodia en procesión, nuestro grupo inició cantos de alabanza en castellano, a los que se unieron algunas personas latinoamericanas que también rezaban junto a nosotros en la vigilia. Me pareció entrañable pensar en la idea de que, al fin y al cabo, seamos de donde seamos, estamos todos unidos en la gran familia de la Iglesia.
No fue despedirnos al volver a Barcelona. Dejamos atrás muchas horas compartidas de caminar, hablar, reír, jugar… pero sobre todo de unirnos a la Virgen y a Jesús en oración en su casa, en su tierra. Volvíamos todos a casa habiendo seguido los pasos de Cristo en la tierra y con el convencimiento de que la peregrinación no había terminado, que de hecho no terminaría nunca, ya que queríamos seguir siguiendo sus pasos día tras día.
ALBERT L.