Lo que nos hace verdaderamente felices

Lo que nos hace verdaderamente felices
Plaza de Copacabana, Río de Janeiro (Brasil)- 27 de julio de 2013

RÍO DE JANEIRO - DEL 21 AL 31 DE JULIO DE 2013

Ahora que me dispongo a escribir una líneas explicando lo que fue para mí la experiencia en la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro no me hacen más que venir imágenes, recuerdos y anécdotas de ese viaje tan especial, único, diferente y raro que vivimos en el 2013, y es inevitable esconder la sonrisa que me aparece en la cara. De todos modos, intentaré ser breve y explicar un poco cómo el Señor se sirve de cualquier cosa para tocarnos el corazón.

Empecemos, pues, por el principio. Yo no era más que una niña de 13 años recién cumplidos. Como podréis estar contando, estaba un poco por debajo del mínimo de edad que ahora se establece para ser un auténtico peregrino de Sant Mateu; pero eso daba igual, puesto que nuestro grupo era... peculiar, por decirlo de algún modo. Un grupo de niños, jóvenes y adultos de parroquias distintas, edades diversas, que poco se conocían entre ellos, decidió volar en busca de una aventura hacia Brasil para encontrarse con el recientemente escogido Papa Francisco, en su primera JMJ. De hecho, esto era algo que compartíamos él y yo. Es cierto que dos años antes recuerdo ver por la tele cierto evento que se hacía en Madrid en el que una gran multitud de jóvenes se reunía y celebraba la Santa Misa, pero poco más conocía de esos encuentros.

Hay que decir, además, que el curso anterior había sido particular: un sacerdote nuevo había llegado a nuestra parroquia y nos había propuesto abrir un esplai con 4 familias del barrio los sábados por la tarde. La verdad es que la cosa había funcionado bastante bien: nos lo pasábamos genial con los demás niños y los monitores nos cuidaban, al mismo tiempo que nos exigían cada día un poco más para crecer y acercarnos al Señor. Por lo tanto, ¿qué le teníamos que responder al mossèn cuando nos propuso esta nueva locura? Mi hermano mayor y yo no lo dudamos mucho y aceptamos encantados.

El viaje en sí fue una maravilla: coger un avión para cruzar por primera vez todo el Atlántico y plantarme en un país desconocido con gente que justo empezaba a conocer era algo que no imaginaba vivir, por lo menos de tan pequeña, pero al mismo tiempo, era lo más alucinante que me podía estar pasando. Pero lo más impactante de todo lo que fueron las jornadas fue propiamente los días que compartimos con los no-sé-cuántos millones de jóvenes de todo el mundo que se reunían para compartir su fe. Fue una imagen espectacular el hecho de ver la playa de Copacabana tan llena: no cabía ni un alfiler.

Allí me di cuenta por primera vez de que no estaba sola, de que había muchísima más gente que, como yo, teníamos, por un lado, sed de Cristo, de conocer cada día con más profundidad al Señor, Aquel que nos ha creado y nos ama hasta dar la vida por nosotros; y, por otra parte, la necesidad de compartir con todo el mundo esa gran alegría que nos viene dada cuando Le recibimos a cada una de las personas con las que cada día nos cruzamos, y yo especialmente con mis compañeros y amigos del colegio, con los que poco a poco las distancias al ver y vivir la realidad de formas distintas iban siendo cada vez mayores.

Otras muchas experiencias bonitas y divertidas pasaron durante esos días. Con las escalas de avión que tuvimos que hacer, pudimos visitar brevemente a la Virgen de Fátima durante un día; por supuesto, una vez en Río, también subimos a pie hasta el Cristo Corcovado, que con las manos bien extendidas, abrazaba a la humanidad; y tuvimos la entrañable acogida de unas monjas que nos dejaban celebrar la Santa Misa en su comunidad y nos daban de desayunar todos los días que estuvimos allí. Y no olvidemos tampoco el gran final inesperado de la peregrinación, en el que después de un pequeño enfrentamiento en el aeropuerto por un tema de overbooking que nos impedía volver a casa todos juntos, terminamos en el gran hotel de 4 estrellas Winsdor Copacabana, después de haber estado todas las jornadas anteriores en espíritu peregrino, durmiendo en el suelo.

Como habréis podido observar, fue una experiencia única y quizás un poco extraña. ¿Quién nos habría dicho que en escasos 11 días viviríamos una gran aventura como esta, y sobre todo que a través de los pequeños actos del día a día seríamos capaces de encontrarnos con Dios? Con 13 años quizás no era del todo consciente, pero con el paso del tiempo me he ido dando cuenta de cómo aquel viaje fue el principio de una semilla que el Señor plantó dentro de mí y que poco a poco ha ido dando su fruto. Muchas otras peregrinaciones han venido después que también han ido regándola, pero estoy segura de que aquel fue el principio de todo.

Doy muchas gracias a Dios por todas las personas que nos acompañaron aquellos días y por las que lo hicieron posible. Ojalá todo el mundo tuviera la oportunidad de peregrinar con la sencillez, diversidad y riqueza con la que lo hacemos nosotros; porque es entonces, cuando sacas todo lo que no es necesario y te vacías incluso de ti misma, que eres capaz de acoger a Dios y a los demás. Y esto (estoy segura) es lo que nos hace verdaderamente felices, y nada más.

                              MARINA L. P.

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