Lectura Domingo, 30 de julio

Lectura Domingo, 30 de julio

Querido peregrino,

Este es el segundo día en que caminas por tierras portuguesas. Al cambiar de país, habrás ido advirtiendo ciertas diferencias: quizás no entiendes bien el idioma, ves costumbres distintas, los pueblos por los que pasas presentan un aspecto nuevo para ti… Pronto te darás cuenta de que estas diferencias nunca son un problema cuando la caridad está de por medio. Con una sonrisa, con una mirada amable, desaparece toda barrera. ¡Qué alegría formar parte de la gran familia de los hijos de Dios!

Te contaba hace poco la misión que me encargó Dios cuando se me reveló en el Sinaí. Además de los mandamientos, me dio una serie de instrucciones para regular la vida religiosa del pueblo. Entre ellas, me mandó construir el Tabernáculo, la tienda sagrada que sería el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, la más majestuosa entre todas las tiendas que conformaban la larga caravana de nuestra peregrinación. Cada vez que los israelitas la mirasen, podrían acordarse de que el Dios invisible caminaba con ellos de un modo visible y los guiaba.

Esta tienda primero sería transportada por el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida; después, cuando el pueblo ya estuviera establecido en Israel, sería el momento de construir el Templo: ya no una tienda itinerante, sino un lugar firme para adorar a Dios y reconocer su bondad. En la parte más sagrada de este Tabernáculo o Santuario se guardaría el Arca de la Alianza: un cofre de madera preciosa —mañana te hablaré de él en más profundidad— que contenía los símbolos de la liberación de Egipto. Tan solo los sacerdotes podían acercarse a esta Arca, para hacer al pueblo consciente de la grandeza y la dignidad de nuestro Dios.

Querido peregrino, ¿no te recuerda esto a algo? Un cofre de gran valor en la parte más sagrada del templo, al que hay que acercarse con respeto y reverencia… Efectivamente, ¡te estoy hablando del Sagrario! Hoy en día, también nuestras iglesias reservan un lugar especialmente digno para esta caja que custodia el Cuerpo de Cristo, la Eucaristía. La iglesia no es solo un edificio más o menos bonito, con algunas obras de arte, ramos de flores, y velitas encendidas. Jesús está realmente presente en cada iglesia; Él ha decidido quedarse entre nosotros. Por el milagro que sucede en cada Misa, un trozo de pan se convierte en su propio Cuerpo: lo podemos comer. Además, también se custodia en el Sagrario, para que no nos falte su compañía, para que podamos acudir a Él, adorarle, pedirle por nuestras necesidades, hacerle un rato de compañía. Fíjate qué diferencia tan grande hay entre el Tabernáculo que mi pueblo de Israel llevaba por el desierto y el de tu Iglesia: aquel era signo de Dios, imagen, recordatorio. Este es presencia real, es la carne y la sangre de Cristo.

¿Cuántas iglesias habrás visto a lo largo de estas semanas de caminata? Parroquias, ermitas, catedrales, capillas… Cada vez que veas la torre de un campanario u oigas el repicar de sus campanas, acuérdate de que ahí, justo ahí, está el cofre con nuestro mayor tesoro: Jesús mismo. Y piensa que Él pasa muchas horas allí solo, sin compañía, esperando a que se acerque alguien a llevarle un poquito de amor. ¿No querrías ser tú, querido peregrino, un consuelo para la soledad de Jesús en el Sagrario?  

Volvamos al relato del Sinaí. Ya te he contado que Dios me mandó construir un Tabernáculo, una tienda sagrada que habría de convertirse en edificio al llegar a la Tierra Prometida (sería el Templo de Jerusalén, seguramente te suena de los relatos del Evangelio). ¿Pero sabes lo más interesante? Esta “transformación” del Tabernáculo no termina aquí: después de ser tienda y luego templo, ¿sabes cuál es el siguiente lugar donde Dios hace morada, el definitivo? Te daré una pista… Lee estas palabras con atención: “te pedimos que este niño, lavado del pecado original, sea templo tuyo, y que el Espíritu Santo habite en él”. ¿Te suena de algo? Es un fragmento del rito del Bautismo y, en efecto, significa que todos los cristianos somos templo del Espíritu Santo. ¿Te das cuenta de lo fuerte que es esta afirmación? Tu cuerpo es santo, ¡es la casa de Dios!

Por eso, tiene sentido que cuides tu cuerpo y lo trates con el respeto que merece. Cada vez que lo maltratas, estás entristeciendo a Dios, que habita en ti. Lo maltratas si pones en riesgo tu salud por excesos con el alcohol, si consumes sustancias que te dañan tanto física como psíquicamente, si juegas con la comida… Lo maltratas si utilizas tu sexualidad con el mero fin de obtener placer, sin pensar en que es el medio más grande que Dios nos ha dado para manifestar el amor y dar vida. Lo maltratas si te vistes de una manera que lleva a los demás a verte como un simple trozo de carne, y no como un hijo o hija de Dios, lleno de dignidad y de valor. Trata bien tu cuerpo, no solo porque es un regalo de Dios, sino porque es la verdadera casa de Dios. Cuídalo como cuidas tu casa, que el Espíritu Santo pueda estar a gusto y refugiarse en ti, frente a tantos y tantos —tú los conoces— que le echan de su propio hogar.

¿Has visto qué profundidad encierra el concepto del Tabernáculo? Es la presencia de Dios en medio de su pueblo, primero de un modo espiritual y, más tarde, de un modo físico. Es una presencia que está en el Sagrario y también en tu propio cuerpo. Como ves, ¡Dios no nos abandona, está siempre con nosotros!

Moisés

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